Durante años, escribió una carta cada domingo. Le contaba a su hijo cómo seguían los olivos, si había llovido o no, si el perro seguía durmiendo junto a la puerta.
Sellaba cada sobre con una esperanza: la de que su hijo, que había emigrado al otro lado del océano, algún día las leería.
Pero el correo era lento, y muchas cartas se perdieron. Pasaron décadas y nunca recibió respuesta.
Al morir, sus nietos encontraron una caja llena de sobres amarillentos en un armario.
Entre ellos había uno sin enviar, con la frase: “Por si algún día vuelves.”
Hoy, aquellas cartas están guardadas en un álbum familiar, como testimonio de un amor que sobrevivió a la distancia y al tiempo.
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