En mi casa siempre se habló de mi bisabuelo Antonio, aunque yo ya lo conocí muy mayor.
Lo que más repetían de él era una frase que, de niña, no entendía:
—“Si yo no voy, no se cobra.”
A mí me sonaba raro, pero con los años comprendí que esa frase era su vida entera.
Aurelio trabajó cuarenta años en el mismo sitio.
Y no faltó ni un solo día.
Ni cuando nevaba tanto que no se veía el camino,
ni cuando la lluvia le empapaba hasta los huesos,
ni cuando cogió aquella gripe que tumbó a medio pueblo.
Él iba.
Siempre iba.
Mi bisabuela contaba que, cuando amanecía torcido el tiempo, ya sabía que Aurelio saldría de casa diciendo lo mismo:
—“Peor sería quedarse.”
Lo que más recuerdo eran sus botas.
Siempre estaban junto a la estufa, secándose para el día siguiente.
Botas viejas, gastadas, abiertas por la punta…
pero eran “sus botas”.
Decía que mientras esas aguantaran, él también aguantaría.
Nunca pidió nada, nunca se quejó, nunca habló de cansancio.
Para él, trabajar no era un mérito:
era lo que tocaba hacer para que su familia siguiera adelante.
Hoy, cuando veo a gente hablar de productividad, horarios y obligaciones, pienso en él.
En cómo una sola persona podía sostener tanto en silencio.
En cómo un hombre que apenas habló dejó la enseñanza más grande:
La constancia también es una herencia.
Y yo, su bisnieta, doy gracias por haberlo conocido aunque fuera al final.
Porque cada vez que veo unas botas viejas secándose al lado de una estufa, sé que él sigue ahí.
Añadir comentario
Comentarios