Mi abuela, Ángela Méndez, tuvo cuatro hijos.
Dos de ellos emigraron muy jóvenes: uno a Suiza y otro a Argentina.
Ella decía que el silencio de la casa cambió el mismo día en que ellos se fueron.
Durante años, mi abuela trabajó cosiendo en una pequeña tienda, pero lo que casi nadie sabía —yo lo descubrí ya de adulta— es que por las noches seguía cosiendo más.
Vestidos, bajos de pantalón, arreglos… lo que fuera.
Lo hacía para reunir el dinero justo para poder visitarlos.
Nunca pidió ayuda.
Nunca habló del cansancio.
Nunca dijo que estaba agotada.
Solo repetía:
—“Cuando una madre quiere ver a un hijo, encuentra la forma.”
Con esos pequeños sobres de dinero que iba guardando en una caja de galletas, pudo pagarse tres viajes: dos en tren y uno en barco.
En cada uno, volvía con la maleta llena de ropa limpia, fotografías nuevas y alguna receta extranjera que uno de sus hijos le había enseñado.
Su nieta —yo— aún recuerda la imagen de la abuela en la máquina de coser, con una lámpara pequeña alumbrando la tela y el sonido constante de la aguja entrando y saliendo.
Decía que era el único sonido que la acompañaba cuando la casa se había quedado demasiado grande.
Hoy, cuando veo una máquina de coser antigua, pienso en ella.
En sus manos, en su empeño, en esos viajes pagados puntada a puntada.
Y me doy cuenta de que mi familia también avanzó gracias a sus noches sin dormir.
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