Mi bisabuela no fue una mujer de grandes historias, ni viajó lejos, ni dejó objetos valiosos.
Vivió siempre en la misma casa pequeña, con las mismas cuatro cosas y con una vida sencilla que no llamaba la atención de nadie.
Pero tenía una frase que toda la familia recuerda,
una frase que se quedó grabada como si hubiera sido su testamento:
“Yo no tuve mucho,
pero tuve suficiente para querer bien.”
De niña, yo no entendía lo que quería decir.
Solo la veía mover sus manos despacio, doblar la ropa con cuidado, guardar un trozo de pan “por si venía alguien”, y atendernos como si nada en el mundo pudiera ser más importante que nosotros.
A veces pienso que la pobreza no le quitó dulzura,
solo le enseñó a medirla.
A repartirla.
A no gastar ni una palabra de más
y a dar cariño sin hacer ruido.
Mi madre siempre dice que la bisabuela no dejó herencias materiales,
pero dejó algo más útil:
una forma de querer.
Y hoy, que ya soy adulta, por fin entiendo su frase.
No hablaba de dinero.
Hablaba de corazón.
De tener lo justo para poder sostener a otros.
Yo tuve la suerte de conocerla ya mayor,
con su voz suave y sus pasos lentos.
Y cada vez que pienso en ella,
solo puedo agradecer haber aprendido esa lección tan simple
y tan enorme:
No hace falta tener mucho.
Hace falta querer bien.
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