Yo tuve la suerte de conocer a mis bisabuelos:
Antonio y Martina.
Los recuerdo ya muy mayores, sentados los dos en la misma mesa de siempre, él con su taza de café y ella peinándose el moño con una horquilla que parecía tener cien años.
A veces pienso que no valoré lo suficiente haberlos tenido tan cerca, tan reales.
Cuando eres niña crees que los bisabuelos son eternos.
De Antonio recuerdo su forma tranquila de hablar.
Él había trabajado toda la vida en el campo, pero nunca presumía de nada.
Solo decía:
—La tierra te enseña a no correr.
Martina era distinta: pequeña, decidida, rápida para todo.
Cocinaba sin mirar recetas, sabía remendar cualquier cosa y tenía esa manera de acariciar el brazo que solo tienen las mujeres que han pasado mucho… y siguen adelante.
A mi edad ya habían vivido guerras, pérdidas, inviernos duros y veranos sin agua.
Pero cuando estaban juntos, parecían dos jóvenes que habían decidido agarrarse fuerte y no soltarse nunca.
Recuerdo que, cuando íbamos a verlos, Martina me daba siempre el mismo consejo mientras me apretaba la mano:
—No tengas prisa por crecer. De mayor hay menos magia.
Yo no lo entendía entonces.
Hoy sí.
Ellos ya no están, pero me quedo con esa imagen:
los dos, uno al lado del otro, con una paz que solo tienen las personas que hicieron lo que pudieron… y lo hicieron bien.
Y cada vez que alguien me pregunta por qué me gusta tanto hablar de mis raíces, yo pienso en ellos, en sus manos, en su calma, y en lo afortunada que fui de haberlos visto, tocado y escuchado.
Porque no todo el mundo llega a conocer a sus bisabuelos.
Y yo a Antonio y a Martina los tuve delante.
Y les doy gracias por ello.
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