La mesa puesta de la abuela Emilia

En mi familia siempre se recuerda un gesto de la abuela Emilia.

Uno tan sencillo, tan cotidiano, que nadie le dio importancia… hasta el día que faltó.

 

Emilia vivía sola desde hacía años.

Una tarde de invierno, su hija fue a visitarla y encontró algo que la dejó quieta en la puerta de la cocina:

 

la mesa puesta para dos.

 

Dos platos.

Dos vasos.

Un poco de pan envuelto en un paño.

Y la silla de al lado, sacada como si estuviera esperando a alguien.

 

No fue un descuido.

Emilia llevaba tiempo haciéndolo.

 

Decía que así “la casa no se le quedaba fría”.

Quizá porque toda su vida cocinó para muchos.

Quizá porque la compañía, cuando se echa de menos, también se imagina.

O quizá simplemente porque los gestos pequeños sostienen a las personas más de lo que pensamos.

 

Ese día, su hija recogió la mesa con cuidado, pero dejó una cosa donde estaba:

el vaso vacío del invitado que nunca llegó.

 

No por tristeza, sino por respeto.

Porque aquella mesa puesta no hablaba de soledad,

hablaba de amor, de costumbre,

de una forma de seguir cuidando incluso cuando ya no quedaba nadie a quien servir.

 

Hoy, cuando la familia se reúne, siempre alguien menciona la frase de Emilia:

“Una mesa puesta siempre espera algo bueno.”

 

Y todos coinciden en lo mismo:

Emilia no dejó grandes bienes,

pero dejó una forma de vivir

que sigue encendiendo la casa cada vez que alguien se sienta a comer.

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