Había algo de mi abuela Lucinda que siempre me llamó la atención:
tenía la nevera llena de notas.
Listas de compra escritas a lápiz, dobladas, pegadas con imanes viejos.
Pero lo curioso es que muchas de esas listas
no eran para ella.
Algunas decían:
“chocolate — para Alonso”
“galletas sin azúcar — para Carmen”
“jamón — le gusta a la niña”
“manzanas — para cuando venga Luis”.
El detalle es que ninguno de ellos vivía ya en su casa.
Durante mucho tiempo pensé que era simple costumbre,
o quizá despiste.
Pero un día mi madre me lo explicó con calma:
—Tu abuela seguía haciendo listas pensando en cada uno.
Porque para ella nadie se marcha del todo.
Siempre hay que tener algo listo por si vuelven.
Esa frase me atravesó.
Mi abuela había pasado media vida cuidando a todo el mundo:
hijos, nietos, sobrinos, vecinos, quien llamara a la puerta.
Y cuando la casa se quedó vacía,
ella siguió cuidando igual,
solo que en forma de notas.
Hace poco, ordenando sus cosas,
encontramos una libreta.
No tenía fechas, solo nombres.
Nombres al lado de pequeñas cosas:
“té”,
“zapatillas de felpa”,
“bombones suaves”,
“pañuelos bordados”.
Era como si hubiese dejado apuntado
lo que nos tenía reservado
para cualquier día que apareciéramos sin avisar.
Mi madre, que todavía guarda una de esas listas doblada en el bolso, siempre dice:
—Hay personas que no saben dejar de querer.
Y una lista de la compra puede ser un abrazo.
Y sí.
Cada vez que escribo una lista ahora,
se me escapa un pensamiento:
“Esto le gustaría a la abuela”.
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