La vecina María, la que no tenía familia… pero fue la tía de todos

En el barrio donde creció mi madre había una mujer llamada María Alcorta.

No tenía hijos, ni marido, ni hermanos vivos.

Vivía sola en un piso pequeño, lleno de plantas y con olor a café recién hecho.

Nadie sabía mucho de su pasado.

Decían que había trabajado durante años en una zapateríay que sus vacaciones consistían en “cerrar las persianas y descansar”.

Pero María tenía una cosa que la hacía inolvidable:

estaba siempre.

Si un niño se caía, María aparecía con agua oxigenada.

Si faltaba azúcar en una casa, María tenía.

Si una madre llegaba tarde del trabajo, María cuidaba al pequeño sin preguntar.

No era una vecina pesada.

No se metía en nada.

Solo observaba, escuchaba y daba lo que podía.

Cuando mi madre tenía exámenes, ella misma subía un vaso de leche caliente y decía:

—Estudia tranquila. Ya crecerás para complicarte.

El día que en el barrio murió un anciano que vivía solo, fue María quien preparó la caja de ropa, la comida para los vecinos y el aviso al ayuntamiento.

Ella, que tampoco tenía a nadie.

Mi madre siempre recuerda un detalle: cuando los niños del barrio salían a jugar,

María se quedaba en la ventana, apoyada en los brazos, mirando con una sonrisa pequeñita, como quien mira algo que le da paz.

Cuando María falleció, nadie sabía qué hacer: no tenía familia que la reclamara.

Y entonces pasó algo que marcó a mi madre para siempre: todo el barrio se presentó en el tanatorio.

Aportaron entre todos para las flores, para el nicho, para que no se fuera “como una desconocida”.

Mi madre dice que nunca se sintió tan emocionada.

Porque ese día entendió algo que todavía repite:

—Hay personas que llegan al mundo sin familia, pero se convierten en la familia de todos.

Y cada vez que alguien en casa dice “no tengo a nadie”, mi madre responde:

—Eso decía María… y terminó acompañada por medio barrio.

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios