En mi familia siempre se habló de Eulalia Santoveña, aunque yo no la conocí.
Mi bisabuela.
La mujer que —según cuentan— ayudó a nacer a medio valle.
Yo crecí escuchando historias suyas, y cuando fui mayor empecé a imaginarla como si la hubiera visto: una mujer delgada, rápida, con el pañuelo bien atado y un bolso de cuero que siempre llevaba preparado “por si llamaban”.
Dicen que, entre los años 20 y 40, Eulalia caminaba de noche, con lluvia o nieve, a veces sola, a veces acompañada por alguien que bajaba del monte a pedir ayuda.
Entraba en las casas con una frase que ya es leyenda en la familia:
—Tranquila. Ya estoy aquí.
No cobraba si la familia era pobre.
Aceptaba lo que le dieran: unas manzanas, un caldo, un pañuelo bordado.
Nunca pidió más.
Un día encontré una foto suya, guardada en un sobre. Iba vestida de oscuro, con las manos apoyadas en el regazo.
Tenía una mirada firme, como de mujer que ha visto la vida “entrar”.
Mi madre siempre dice que Eulalia no dejó dinero ni tierras, ni joyas.
Solo dejó algo mucho más grande: la certeza de que hay personas que sostienen el mundo, aunque nadie las mire.
Y yo, su bisnieta, cada vez que escucho que un niño llega al mundo, pienso en ella, en sus manos frías por la noche y en esa frase que salvó a tantas familias: “Ya estoy aquí.”
Añadir comentario
Comentarios