En mi familia siempre se habló de Severino, el hermano de mi bisabuela que decidió irse a vivir solo a una casita en lo alto del monte.
No porque fuera ermitaño, ni por rarezas: sino porque no soportaba ver sufrir a su madre después de perder a dos de sus hijos en los años duros.
Severino tenía 23 años cuando se marchó.
No se fue lejos: desde el pueblo se veía una lucecita por la noche.
La suya.
Nadie sabe exactamente cómo vivía.
Solo bajaba una vez por semana a por pan, sal y aceite.
Y hablaba lo justo:
—Todo bien, no os preocupéis.
Un invierno, una nevada enorme dejó incomunicado el monte durante casi diez días.
Pensaron que no sobreviviría.
Pero cuando la Guardia Civil fue a buscarlo, lo encontraron sentado en la puerta, rodeado de nieve hasta las rodillas,
limpiando una herramienta con calma.
—¿Y tú cómo has aguantado? —le preguntaron.
Y él dijo una frase que mi familia nunca olvidó:
“Yo ya pasé frío de pequeño. Esto no me asusta.”
Severino vivió allí más de 40 años.
Nunca se casó.
Nunca volvió a dormir en otra cama.
Cuando murió, en su mesita había solo tres cosas: un lápiz gastado y una foto de su madre.
Mi madre, que de niña lo veía bajar del monte con el zurrón al hombro, dice siempre la misma frase:
—No todo el mundo deja casas o dinero. Hay quien deja silencio, dignidad y una luz encendida en el recuerdo.
Añadir comentario
Comentarios