El abuelo que no sabía leer

Mi abuelo Rafael siempre estaba rodeado de papeles.
Los extendía sobre la mesa del comedor, los colocaba por fechas,
los miraba con seriedad… y, cuando parecía haber terminado, decía:
—Todo en orden.

Yo, de niña, pensaba que era muy organizado.
Mi madre siempre repetía que era “muy responsable con las cosas de la casa”.
Nadie sospechaba nada.

Hace un par de años, hablando con mi madre, ella me contó la verdad: mi abuelo no sabía leer.

No era que leyera mal.
No sabía nada.
Ni una frase, ni un número largo, ni siquiera su apellido escrito completo.

De pequeño no pudo ir a la escuela porque tenía que trabajar en el campo.
Su padre murió joven y él fue el mayor de cuatro hermanos.
Lo que aprendió en la vida, lo aprendió trabajando.

Toda su vida fingió leer para no “dar trabajo”, como decía él.
Memorizaba facturas según colores y tamaños, reconocía sobres por la forma del sello, y cuando alguien le tendía una carta
decía la frase que usó durante 50 años: —Léemela tú, que tú entiendes mejor las letras.

A los 75 años, ocurrió algo que nunca imaginamos.
Un día le pidió a mi madre que lo acompañara a un aula municipal de alfabetización para adultos.
Fueron por la tarde, en secreto, para que nadie le hiciera preguntas.

Durante meses, mi madre me llevaba al parque y él se quedaba una hora escribiendo en una libreta cuadriculada.
Siempre lo mismo: su nombre.

La primera vez que consiguió escribir “Rafael” sin copiarlo, mi madre lo vio sonreír como un niño de ocho años.
Creo que fue la única vez que lo vio orgulloso de sí mismo.

Ese mismo año falleció.
En la mesa del salón, junto a sus gafas, encontramos su libreta.
La última página tenía solo una frase, escrita con esfuerzo, con letras temblorosas:

“Aprendo despacio, pero aprendo.”

Esa libreta está ahora en casa de mi madre.
Y cada vez que alguien dice “es tarde para empezar algo”, ella responde:

—Mi padre aprendió a escribir su nombre a los 75. Tarde es no intentarlo.

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