La libreta de los teléfonos de Rosario

Mi nombre es Marisa y quiero contar algo de mi madre, Rosario,
que quizá parezca una tontería, pero que para mí lo dice todo de cómo era ella.

En casa siempre había una libreta pequeña, de tapas duras, guardada en el primer cajón del mueble del salón.
Mi madre la llamaba “la libreta de teléfonos”, aunque muchos de los números ya no existían.

Cuando yo era pequeña no entendía por qué aquella libreta estaba tan llena de tachones.
Había nombres del barrio, de antiguas vecinas, de compañeros de trabajo de mi padre, de gente que ya no vivía aquí o que, directamente, había fallecido hacía años.

Un día le pregunté por qué no tiraba esa libreta y hacía una nueva con los números que aún servían.
Ella me miró y me dijo, con ese tono suyo tan simple:

—Porque si los borro del todo, me da la sensación de que los olvido.

Y entonces entendí los tachones.
No eran para borrar: eran para recordar.

Cada cruz significaba una historia: la vecina que le daba perejil del patio, el señor que subía las bolsas del mercado,
la amiga de la infancia con la que ya no hablaba, la familia que se fue del edificio, la mujer que cuidó de mí cuando era bebé.

Mi madre no era de guardar fotos, ni de escribir diarios, ni de contar su vida.
Pero en esa libreta estaba todo: su barrio, sus afectos, sus pérdidas, sus costumbres.

Cuando falleció, yo me quedé con la libreta.
La abrí el primer día en silencio, como si fuera algo frágil, y me sorprendió reconocer tantos nombres
que ya no escuchaba desde hacía décadas.

Hoy sigue en mi casa, en el mismo cajón del salón.
A veces la abro y repaso los nombres que mi madre se negó a borrar del todo.

Y pienso que, al final, ella tenía razón: hay personas que se van, pero cuyos números no deberían desaparecer nunca.

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