La abuela Carmen bordó un mantel a mano para el día de su boda.
Dicen que tardó semanas en terminarlo, que cada puntada la hizo después de trabajar, con la ventana abierta y la radio baja.
Durante cincuenta años solo lo sacó una vez al año: en Nochebuena.
Para ella no era un mantel cualquiera.
Era “el mantel bueno”, el que marcaba el inicio de la cena que reunía a todos alrededor de la mesa.
Cuando alguien preguntaba por qué lo cuidaba tanto, ella respondía:
—Un mantel bordado es como una familia: se cuida, se repara y se hereda.
Hoy, sus nietos siguen usándolo cada Navidad.
Las puntadas ya no son perfectas y algunas manchas no se van, pero cada marca recuerda una historia: una risa, un brindis, un trozo de infancia.
Ese mantel se convirtió en algo más que un objeto.
Es un lugar donde la memoria se sienta a cenar todos los años.
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