Mi abuela tenía una costumbre que nadie entendía: la nevera siempre estaba llena.
Da igual el día, la hora o si venía alguien o no.
Pan, leche, huevos, embutido, y al fondo, una cazuela con algo “por si acaso”.
De joven, le tocó racionar, ahorrar, hacer milagros con un trozo de pan y un tomate.
Guardaba los envoltorios del azúcar y doblaba las bolsas con cuidado, como si todo pudiera hacer falta algún día.
Con los años, siguió llenando la nevera, aunque ya no quedara sitio.
Y cuando se fue, nos dimos cuenta de que lo que en realidad quería era que a nadie de su familia le faltara nunca nada.
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