Mi abuelo Vicente Moreno no tuvo una vida extraordinaria, pero fue una buena persona, y eso, en casa, siempre se ha dicho con orgullo.
Trabajó desde niño.
Primero en el campo, luego en una fábrica.
Nunca viajó lejos ni tuvo coche, pero conocía cada calle del barrio y saludaba a todo el mundo por su nombre.
Tenía sus rutinas: el café a las ocho, el periódico doblado, y la radio encendida aunque no la escuchara.
No hablaba de política ni de dinero, solo del tiempo y de fútbol.
Y de vez en cuando, de su madre, a la que recordaba pelando habas en el patio.
Los domingos iba al bar con los mismos amigos de siempre, jugaban al dominó y discutían sin enfadarse.
Decía que la clave de una buena vida era tener alguien con quien hablar y pan en la mesa.
Murió sin hacer ruido, como vivió.
Mi madre dice que lo mejor que dejó fue su manera de estar en el mundo: sin quejarse, sin presumir, y con respeto por todo.
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