El hijo que nunca volvió

Mi abuela tenía un hermano del que apenas se hablaba.

Se llamaba Miguel, y fue el pequeño de cinco.

Cuando estalló la guerra, apenas tenía diecisiete años, y una mañana salió de casa con un abrigo grande y un beso de su madre.

Nunca volvió.

Durante años no se supo nada.

Solo llegaban rumores, cartas sin respuesta y silencios que pesaban más que las palabras.

Su madre, mi bisabuela, guardaba la cama intacta, como si todavía pudiera regresar en cualquier momento.

Pasaron los años, y un día, mientras limpiaban el desván, encontraron una caja de madera con su nombre.

Dentro había una carta doblada, una foto en blanco y negro, y una medalla con la cinta descolorida.

En la carta decía:

“Si no vuelvo, no llores mucho, madre. Guárdame en la mesa, donde se sirve el pan, que así no me iré del todo.”

Mi abuela nunca la leyó en voz alta.

Solo decía que Miguel estaba donde debía estar:

en la memoria de los que no se olvidan.

Hoy, su sobrina nieta —mi madre— conserva la carta,

y cada 1 de noviembre, la coloca sobre la mesa, junto al pan.

Sin lágrimas, sin pena.

Solo con gratitud.

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