Josefa, la del bar

Mi abuela Josefa tuvo un bar durante más de treinta años, en un pueblo pequeño de Albacete.

Era de esos bares donde el suelo siempre brillaba y el café sabía igual todos los días.

Se levantaba antes del amanecer, ponía la radio y preparaba los churros.

Decía que el secreto era no medir el azúcar, porque “cada cliente ya traía la suya de casa”.

Por la barra pasaron generaciones enteras: los que iban antes al colegio, los que se casaban y volvían con sus hijos, y los que solo entraban a charlar un rato.

Josefa no tenía estudios, pero sabía escuchar mejor que nadie.

Si alguien llegaba triste, le ponía el café más grande y no cobraba la segunda ronda.

Decía que había personas que necesitaban hablar, no pagar.

Nunca se fue de vacaciones, pero conocía medio mundo solo por las historias que oía detrás de la barra.

Cuando se jubiló, el bar siguió abierto un tiempo, pero ya no era lo mismo.

La gente decía que “faltaba algo”.

Y era verdad: faltaba ella.

Hoy, su nieta Elena guarda la cafetera antigua en casa.

Y cuando la usa los domingos, dice que el aroma llena la cocina igual que antes el bar entero.

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