Joaquín Revuelta, el cántabro que cruzó el Atlántico

Joaquín Revuelta nació en 1889 en un pequeño pueblo costero de Cantabria.
Era el menor de cinco hermanos y el único que no heredó tierras ni trabajo fijo.
Desde joven soñaba con el mar, no por aventura, sino por necesidad.

A los veinte años se embarcó rumbo a México.
Su madre lo despidió en el puerto con un pañuelo blanco y un trozo de pan envuelto en papel.
Decía que si el pan se ponía duro, al menos le recordaría el olor de su casa.

El viaje duró semanas.
Dormían hacinados, compartiendo comida y canciones para no pensar en el miedo.
Cuando por fin llegó a Veracruz, el aire cálido le pareció otro mundo.
No entendía el acento ni conocía a nadie, pero sabía trabajar.

Encontró empleo en una fábrica de tabaco en Puebla y, más tarde, en una imprenta.
Mandaba dinero cuando podía, junto con cartas que su hermana leía en voz alta en el pueblo.
“Estoy bien —escribía—, pero echo de menos el verde del norte y el sonido del mar.”

Nunca volvió a España.
Se casó con una mexicana, María del Socorro, y tuvo tres hijos.
A los vecinos les hablaba de su tierra, del olor a lluvia y del color del Cantábrico.
Decía que algún día regresaría “aunque fuera solo para oler la hierba mojada”.

Murió en 1956, con una foto del puerto de Santander doblada en el bolsillo.
Casi ochenta años después, su bisnieta viajó desde México a conocer aquel pueblo del que tanto había oído hablar.
Al ver el mar, escribió en su cuaderno:

“Ahora entiendo lo que él echaba de menos. Este mar era su casa.”

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