Vicente y Eulalia, los del molino

A mí me contaron que mis tatarabuelos, Vicente López y Eulalia Rivas, vivían junto a un molino de agua, en un valle de Cuenca.

No eran ricos ni dueños de nada, solo los que lo cuidaban y lo hacían funcionar.

Dicen que el ruido del agua se oía todo el día, y que cuando el molino paraba, el silencio parecía doler.

Vicente molía trigo desde el amanecer hasta que el sol se escondía tras el monte.

Tenía las manos fuertes, cubiertas de harina, y una paciencia que todos admiraban.

Eulalia se encargaba de todo lo demás: del fuego, de los niños, del huerto y de los jornaleros que pasaban a comer algo.

Nunca aprendieron a leer, pero sabían hacer cuentas “con los dedos y con la mirada”.

Y aunque no tenían dinero, su casa nunca estuvo vacía.

Había sopa para quien llegara, aunque fuera solo agua con pan.

Durante una crecida del río, una noche de invierno, el molino estuvo a punto de venirse abajo.

Vicente pasó horas sacando agua con cubos, y Eulalia mantuvo encendida la lumbre toda la noche para que los niños no se congelaran.

Al día siguiente, el molino seguía en pie.

Desde entonces, decían que el río los respetaba.

No dejaron retratos ni herencias.

Solo una piedra con sus iniciales grabadas, cerca del arroyo, que todavía sigue ahí.

Mi abuela me llevó una vez a verla.

Recuerdo que me dijo:

Aquí empezó todo. Si ellos no hubieran aguantado, nosotros no estaríamos hoy aquí.

Y desde entonces, cada vez que oigo correr el agua, pienso en ellos:

en Vicente, en Eulalia,

y en cómo el ruido del molino aún resuena, aunque ya no quede nada.

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