Antonia Salmerón nació en 1927, en una casa sin agua corriente ni luz, en las afueras de un pueblo de La Mancha.
Era la mayor de siete hermanos.
Desde niña aprendió que la vida no esperaba: a los diez ya ayudaba a su madre a lavar ropa ajena y a cuidar a los pequeños mientras su padre trabajaba en el campo.
No conoció los juguetes ni los días de descanso.
Su infancia olía a jabón casero, a ropa húmeda y a pan duro remojado en leche.
Cuando había pan, claro.
A los quince empezó a trabajar sirviendo en una casa grande.
Dormía en la despensa, sobre un colchón de paja, y se levantaba antes del amanecer para encender la lumbre.
No se quejaba: decía que “el trabajo no pesa si la conciencia está tranquila”.
Con los años, se casó con Pedro Serrano, un jornalero.
Tuvieron tres hijos y casi nada más.
El sueldo no alcanzaba, pero ella sabía estirar cada peseta.
Si no había carne, hacía caldo de huesos; si no había zapatos, ponía cartones dentro de los rotos; si no había esperanza, rezaba.
Nunca pidió limosna, pero nunca dejó de compartir.
En los peores inviernos, llamaban a su puerta vecinos con hambre, y siempre encontraba algo que dar.
“Una sopa para dos siempre tiene más sabor”, repetía.
Vivió más de ochenta años.
Nunca viajó, nunca tuvo lujos, pero su casa fue siempre un refugio.
En las paredes colgaban fotos de familia, un rosario y una frase escrita a mano:
“El hambre se pasa, la vergüenza no.”
Hoy, su nieta la recuerda cada vez que huele pan recién hecho, porque dice que de su abuela aprendió lo esencial:
“Que la pobreza no se mide en lo que falta, sino en lo que uno sigue dando, aunque no tenga.”
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