Dolores y Sebastián, el viaje al norte

Dolores y Sebastián se conocieron en un baile de verano en 1958, en un pequeño pueblo de Córdoba.
Él era peón agrícola; ella, hija de panaderos.
Se casaron jóvenes, con más ilusión que certezas, y en 1962 tomaron un tren hacia Francia, buscando un futuro que su tierra no podía darles.

No sabían el idioma, ni conocían a nadie.
Solo llevaban una maleta con algo de ropa, los ahorros del último año y una libreta donde Dolores apuntaba las direcciones que le habían dado “por si acaso”.
El viaje duró tres días, con trasbordos, frío y sueño, pero también con esperanza.

En Lyon, Sebastián empezó en una fábrica metalúrgica y Dolores limpiando casas.
Vivían en una habitación pequeña, con las paredes finas y el olor a sopa que venía de todos los pisos.
Cada mes, enviaban una carta a España con una fotografía: “Estamos bien, no os preocupéis.”
Pero a veces lloraban por las noches, en silencio, para no inquietar al otro.

Con los años, aprendieron francés, alquilaron un piso mejor y nacieron sus dos hijos, Marta y Andrés.
Nunca dejaron de hablar español en casa.
Dolores decía que “las raíces no se mudan, solo se adaptan”.

Regresaron a su pueblo cuando se jubilaron, casi cuarenta años después.
La casa estaba igual, pero el tiempo no.
Al principio se sentían extraños, como visitantes en su propio pasado.
Luego, poco a poco, todo volvió a tener sentido: el acento, el sol, los vecinos.

A veces, Dolores se sienta en la puerta, con una taza de café, y mira el tren que pasa a lo lejos.
“Ahí empezó todo —dice—, y aquí terminó, que no es lo mismo que acabar.”

Hoy, su nieta Lucía quiso hacerles este homenaje,
porque gracias a su viaje,
ella nació con dos hogares: uno en España y otro en el recuerdo.

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