Tomás Gaitán fue cartero durante cuarenta años en un valle de montaña donde los inviernos eran largos y las distancias, eternas.
Empezó a trabajar con veinte años, cuando aún se repartía el correo a pie o en bicicleta, y no había carreteras asfaltadas entre los pueblos.
Salía al amanecer, con una bolsa de cuero cruzada al pecho y una bufanda que su madre le había tejido.
Recorría caminos nevados, riachuelos y pendientes imposibles, pero nunca dejó una carta sin entregar.
“Mientras alguien espere noticias —decía—, no hay mal camino.”
Conocía a todos por su nombre, sus hijos, sus historias.
Sabía quién esperaba una carta de un hijo emigrado, quién recibía postales cada verano, quién hacía años que no recibía nada.
Cuando alguien no sabía leer, se sentaba en un banco, abría el sobre con cuidado y les leía la carta en voz baja, sin cambiar ni una palabra.
En los pueblos, su llegada era un acontecimiento.
Las mujeres le ofrecían café, los niños corrían a su encuentro y los ancianos lo esperaban con el bastón apoyado en la puerta.
A veces traía buenas noticias, otras no tanto, pero siempre las entregaba con el mismo respeto.
Cuando se jubiló, guardó en una caja de madera algunas cartas que nunca fueron reclamadas.
No por curiosidad, sino porque decía que “hasta lo que no se entrega tiene su historia”.
Vivió sus últimos años en la misma casa de siempre, frente al camino que tantas veces recorrió.
Los vecinos aún recuerdan su figura a lo lejos, avanzando con paso lento pero constante, como si el tiempo nunca fuera una prisa.
Hoy, su sobrina bisnieta lo recuerda con una sonrisa, diciendo que cuando era niña, él siempre traía una carta, aunque no hubiera nada para ella.
“Decía que los carteros no reparten solo correo, también un poco de compañía.”
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