Matilde Herrero fue maestra durante más de cuarenta años en una escuela rural de Guadalajara.
Llegaba siempre antes que los niños, incluso en los inviernos más fríos, cuando el aliento se veía al hablar y las tazas se empañaban en el aula.
Decía que enseñar era “ordenar el mundo para que los demás puedan entenderlo”.
Nunca se casó, ni se fue del pueblo.
Vivía en una casa baja con una parra en la entrada y un gato que la esperaba cada tarde.
Sus vecinos la veían pasear con un cuaderno bajo el brazo, y bromeaban diciendo que ni jubilada podía dejar de corregir deberes.
Pero Matilde no solo enseñaba a leer o a sumar.
Les hablaba a sus alumnos de respeto, de observar antes de opinar, de escribir las palabras despacio para entenderlas mejor.
Y aunque muchos la olvidaron con los años, otros todavía la nombran con una sonrisa cuando pasan frente a la vieja escuela recordando su frase: "Aprender no es llenar la cabeza. Es encenderla.”
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