El tío Rafael

Rafael era el hermano mayor de la abuela.

Nunca se casó ni tuvo hijos, pero estaba en todas las fotografías familiares, siempre un poco al fondo, con esa sonrisa discreta que parecía sostenerlo todo.

Vivía en una casa pequeña, con un patio lleno de macetas que regaba cada mañana antes de ir a trabajar.

Era carpintero. Tenía las manos grandes, firmes, con pequeñas cicatrices que contaban más de su vida que cualquier palabra.

Cuando su cuñado murió joven, Rafael empezó a ir cada día a casa de su hermana.

Llevaba pan, arreglaba enchufes, ayudaba con los deberes a los niños.

No hizo falta pedirle nada: él simplemente estaba.

Los sobrinos lo adoraban.

Les enseñó a montar en bicicleta, a clavar un clavo sin golpearse y a tener paciencia cuando las cosas no salían bien.

No levantaba la voz, pero cuando hablaba, todos escuchaban.

En las comidas familiares, se sentaba en una esquina, servía vino a los demás y contaba historias del pueblo, del taller, de cuando la vida parecía más sencilla.

Tenía un humor tranquilo, de esos que hacen reír sin hacer ruido.

El tiempo pasó. Los sobrinos crecieron, se fueron, formaron sus propias familias.

Rafael siguió en su casa, rodeado de plantas y herramientas, siempre con las puertas abiertas.

Cada domingo, alguno pasaba a verlo, a tomar café, a contarle algo nuevo.

Y él, sin decirlo, se sentía parte de todo aquello.

Hoy, la nieta de su hermana todavía lo recuerda de cuando era pequeña: su voz pausada, su olor a madera, su manera de escuchar sin prisas.

Y por eso quiso hacerle este homenaje, para que también él —que no tuvo hijos— siga teniendo quien lo recuerde.

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