La carta que nunca llegó

En 1943, Elena Vidal esperaba una carta.
Su marido, Antonio, había sido movilizado al norte y hacía meses que no sabía de él. Cada tarde salía al camino de tierra que llevaba al pueblo, se sentaba en la piedra del molino y miraba hacia la carretera.

Las vecinas le decían que tuviera fe, que las cartas se perdían. Ella asentía, pero seguía esperando.
Cuando por fin llegó un sobre, no traía noticias suyas, sino una notificación oficial: “Desaparecido en acto de servicio.”

Elena guardó el papel en una caja de madera y no volvió a hablar del tema.
Años más tarde, su hija la encontró revisando esa misma caja. Dentro había algo más: una carta nunca abierta, con el sello roto por el tiempo.
Estaba firmada por Antonio. Fechada dos semanas antes de su desaparición.

Solo decía:

“Estoy bien. No te preocupes por mí. Volveré cuando esto acabe.”

Nunca volvió. Pero la carta sigue ahí, con la tinta casi borrada, como un recordatorio de que a veces el amor se queda suspendido en medio de la historia.

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