En casa de mis abuelos, los domingos tenían sonido propio.
A las cinco en punto, mi abuelo Joaquín encendía la vieja radio de madera y ponía el mismo programa de música de toda la vida.
Decía que “sin eso, el domingo no empezaba”.
No hablaba mucho, pero cuando sonaban las primeras notas de un pasodoble o una habanera, su mirada se iluminaba.
Mi abuela, mientras tanto, seguía con sus labores, pero siempre tarareaba bajito desde la cocina.
Era su manera de acompañarlo.
Con los años, la radio dejó de funcionar.
Pero nadie se atrevió a tirarla.
Hoy está en el salón de mi casa, con el mismo polvo, el mismo dial gastado y el mismo silencio.
A veces, los domingos a las cinco, la enciendo —aunque no suene nada— y me parece escuchar su voz diciendo:
“Ahora sí, ya empezó el domingo.”
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