Durante más de treinta años, cada tarde a la misma hora, Ramón se sentaba en el mismo banco del parque, justo frente al estanque donde solía jugar con su esposa cuando eran jóvenes.
Ella había fallecido hacía mucho, pero él seguía yendo. Decía que desde allí “se veía mejor el cielo”.
Nunca faltó a su cita, ni en invierno ni en verano. Los vecinos del barrio lo saludaban con respeto, algunos se sentaban un rato a conversar con él, otros simplemente le sonreían al pasar.
Con el tiempo, su figura se volvió parte del paisaje: el banco, los gorriones, el bastón apoyado al lado, y la bufanda gris que ella misma le había tejido.
Una mañana, el banco amaneció vacío. En su lugar, alguien dejó un ramo de flores y una nota:
“Para Ramón, que nunca dejó de venir.”
Hoy, en ese mismo banco, otros se sientan a mirar el atardecer.
Y aunque no lo sepan, hay historias que siguen habitando los lugares donde fueron felices.
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