Mi tatarabuelo Pedro se fue a La Habana en 1920.
No era un aventurero: se marchó porque en su aldea gallega ya no quedaba trabajo y quería que sus hijos comieran cada día.
Antes de embarcar, fue al fotógrafo del pueblo.
Nunca había posado ante una cámara, pero pidió una copia extra “para que los niños no se olviden de mi cara”.
Le costó casi todo lo que tenía.
Durante años, envió cartas y algo de dinero cuando podía.
Prometía volver “cuando el mar lo dejara”.
Pero el mar nunca lo dejó.
En casa, aquella foto estuvo siempre en el mismo sitio: sobre el aparador, junto a una vela.
Con los años, el retrato se fue desvaneciendo, pero su historia no.
Su bisnieta, que guarda la foto original, dice que cuando la mira siente que la observa también a ella.
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