Pilar creció en un pequeño pueblo de Zamora, donde el lavadero era el punto de encuentro de todas las mujeres.
Iban con las sábanas enrolladas al hombro y los cubos de zinc, y mientras fregaban, se contaban las noticias del pueblo, las bodas, los embarazos y hasta los disgustos.
Su madre siempre decía que allí se lavaba mucho más que la ropa: se lavaban las penas.
A veces, las niñas jugaban a hacer barquitos con jabón, mientras los trapos flotaban río abajo.
Con los años, Pilar se fue a trabajar a la ciudad y el lavadero quedó abandonado.
Cuando volvió décadas después, lo encontró lleno de hierba, pero todavía se escuchaba el murmullo del agua entre las piedras.
Dijo sonriendo:
—Aquí aprendí a escuchar antes de hablar.
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