En casa de Marcelino y Carmen, los domingos empezaban siempre igual: con el olor a pan recién hecho.
Vivían en una casa modesta de adobe, con un horno que él mismo había construido con sus manos.
No había mucho dinero, pero sí costumbre:
mientras Carmen amasaba, él encendía la lumbre con paciencia, y los niños esperaban junto a la mesa, mirando cómo la masa crecía bajo el paño.
Aquel pan no era solo comida. Era una promesa de normalidad en tiempos duros, una manera de recordar que, aunque faltaran muchas cosas, el hogar seguía en pie.
Con los años, los hijos se fueron del pueblo, y el horno quedó apagado.
Hasta que una de las nietas, al heredar la casa, decidió restaurarlo.
El primer día que volvió a hornear, el aroma llenó todo el patio, y los vecinos salieron diciendo:
—Huele a domingo otra vez.
Desde entonces, cada primer domingo de mes, vuelve a encender el fuego.
Dice que es su forma de mantener viva la memoria, con harina y paciencia.
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