Cada amanecer, sin importar el frío ni la lluvia, recorría con su bicicleta el camino de tierra que unía el pueblo con el molino.
Llevaba sacos de trigo, harina o cartas que la gente del pueblo le pedía entregar.
Nunca estudió, pero sabía orientarse como nadie: conocía cada piedra, cada árbol, cada curva de aquel camino.
Años después, cuando el molino cerró, siguió haciendo el mismo recorrido, aunque ya no hubiera a quién entregar nada.
Decía que le gustaba escuchar el río y ver cómo cambiaba el color del campo.
Hoy, el camino apenas existe, pero quienes lo conocieron aseguran que, a veces, aún se oye el timbre de una vieja bicicleta entre los chopos.
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