En casa siempre hubo un reloj de pared que marcaba las horas con un sonido pausado y constante.
Era el único objeto que trajo consigo cuando regresó del exilio, y decía que lo había acompañado en los peores días, recordándole que el tiempo pasaba, incluso cuando parecía detenido.
A veces, se quedaba mirándolo en silencio, como si dentro del mecanismo pudiera ver los años que había perdido lejos de su familia.
Cuando falleció, el reloj se detuvo aquella misma noche.
Nadie lo ha vuelto a hacer funcionar, pero sigue colgado en la pared, con sus agujas detenidas a las 3:17.
Dicen que, de alguna manera, el tiempo decidió quedarse con él.
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