Mi bisabuela se llamaba María Eugenia Lázaro, y nació en 1903, en una familia acomodada de Castilla.
Tenía diecisiete años cuando se enamoró de un joven aprendiz de carpintero.
No era el marido que sus padres querían para ella.
Cuando se supo que estaba embarazada, la enviaron a casa de una tía “para pasar una temporada”.
Allí dio a luz a un niño al que no la dejaron criar.
El pequeño fue entregado a un hospicio de la capital, y ella volvió a casa con la mirada baja y el corazón roto.
Nunca se casó.
Aprendió costura, enseñó a leer a las niñas del pueblo y vivió sin hablar de aquel hijo.
Solo conservó una cadenita con una medalla, la misma que había puesto en su cuello el día que lo dejó en el hospicio.
Años después, ya en la posguerra, un hombre fue a reparar unas persianas en la casa donde ella vivía.
Al verla, le dijo que creía conocerla.
Ella se quedó callada, hasta que él sacó del bolsillo una medalla idéntica a la suya.
Era su hijo.
Había crecido en un orfanato, trabajado desde niño, y por fin había encontrado el apellido que le faltaba.
Desde entonces se vieron cada domingo, sin reproches, sin explicaciones, solo con la calma de quien vuelve a tener un lugar donde mirar con ternura.
Ese hombre fue mi abuelo, y aunque nunca hablaba mucho de su infancia, cuando nombraba a su madre,le cambiaba la voz.
Decía que el amor, aunque tarde, también sabe encontrar su camino.
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